miércoles, noviembre 25, 2009

EL TEATRO ROMANO DESCANSA EN PAZ

Con este llamativo titular leemos en El País lo que parece ser el punto final de la polémica sobre el Teatro Romano de Sagunto. El Tribunal Supremo ha cerrado el viejo culebrón en torno al tema. No se demolerán las obras de rehabilitación que dirigieron hace 20 años los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli, en la época del último Gobierno socialista valenciano. El Supremo ha rechazado el recurso de casación presentado por el infatigable Marco Molines, abogado y ex diputado del PP, que ha mantenido viva la batalla judicial contra la intervención durante casi dos décadas.
El PP llegó a la Generalitat pidiendo la demolición y luego se arrepintió
Molines acudió al Supremo después de que el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) valenciano considerase imposible ejecutar la sentencia que ordenaba eliminar los elementos añadidos (en la cávea y el muro de cierre de escena) con dos argumentos: que el remedio resultaría peor que la supuesta enfermedad, y que la nueva legislación, aprobada en 2007 por la Generalitat (en un cambio radical de postura) permitiría ahora acometer el mismo tipo de rehabilitación.
Las obras del teatro generaron un importante malestar en Sagunto. Una mañana de 1992 las gradas aparecieron cubiertas de pintadas (en latín) contra la intervención y de símbolos fascistas. La polémica se trasladó a los medios de comunicación, algunos de los cuales desataron una bronca campaña contra el entonces presidente de la Generalitat, Joan Lerma, y su consejero de Cultura, Ciprià Ciscar. El Partido Popular advirtió que la cuestión arqueológica (la diferencia entre restauración y reconstrucción) escondía petróleo, y se sumó a las críticas. En 1995, Eduardo Zaplana llegaba a la presidencia de la Generalitat con la promesa electoral de deshacer la rehabilitación. Y aunque para el exterior el Consell del PP continuaba manteniendo la tesis de la reversibilidad (el Gobierno valenciano defendió la demolición y Molines fue incluido en las listas autonómicas del PP), lo cierto es que el caso pintaba muy distinto desde el Palau de la Generalitat.
Así se llegó a la paradoja de que mientras varias sentencias del TSJ (la primera, en 1993) y del Supremo (en 2000 y 2007) condenaban las obras y ordenaban su derribo, el Consell empleaba todos los recursos a su alcance para dilatar la ejecución de la sentencia.
La intervención de Grassi y Portaceli fue finalista del Premio Mies van der Rohe, recibió el apoyo de numerosos arquitectos e intelectuales y, con el paso del tiempo, dejó de ser motivo de polémica ciudadana incluso en Sagunto. Lo impopular era más bien la demolición, y sólo Molines parecía seguir decidido a terminar el trabajo, metiendo en problemas a sus antiguos compañeros de partido.
La Generalitat, gobernada ya por Francisco Camps, aprobó una ley que avalaba retroactivamente la rehabilitación. Y el Consell Valencià de Cultura se mostró favorable a encontrar una solución extraprocesal que evitara cualquier intento de "restitución al estado anterior a la reforma". A pesar de haber ordenado él mismo la ejecución de la sentencia, el TSJ se inclinó finalmente en abril de este año por la postura del Gobierno valenciano, que considera imposible su ejecución. La decisión ha sido confirmada por el Supremo, que rechaza el recurso del abogado Molines por defecto de formarece ser última

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